Nací en la ciudad de Candia en 1600. Mi padre era el gobernador, y me acuerdo de que un poeta mediocre, servil y pelota llamado Iro hizo unos malos versos en mi elogio, en los cuales me hacía descender de Minos en línea directa, pero habiendo perdido mi padre el cargo, y la influencia, compuso otros versos en los que me convertía en descendiente de Pasifae y su amante, lo que se dice ‘en un ‘hijo esencial de la degeneración y la putería’. (De lo más bestial… de la zo…orr..ofilia). Muy mal sujeto ese Iro, y el tipo más cabrón de toda la isla

Cuando yo tenía quince años, mi padre me envió a estudiar a Italia. Llegué con la esperanza de entroncar de modo inexcusable con las Verdades del camino. Según postulaban todos los carteles que conducían a la capital del mundo, -y cantinelas que me habían puesto en los oídos y que me componían las expectativas-. Contrariamente a lo que yo había conocido hasta aquel momento en mi recorrido. De continua mentira, en días, horas, usos y abusos de lo habitual. Monseñor Profondo, a quien iba recomendado, era un hombre singular, y uno de los más terribles sabios que hubo en el mundo; quiso instruirme en las categorías de Aristóteles, y estuvo a punto de incluirme en la de sus chaperos; de buena me libré. Vi procesiones, exorcismos, y raterías. Y vi algunas estafas monumentales. Se decía, pero en secreto, que la señora Virtuosilla, persona de gran prudencia, vendía a ‘bons vivants’ en la trastienda muchas cosas que no debía vender. (Yo estaba en una edad en la que todo me sorprendía fruiciosa e hilarantemente). Con todo disfrutaba. A una joven dama, de muy suave condición, llamada la señora Fatelo, se le ocurrió amarme. Hizo de mí, el niño de sus caprichos. La cortejaban el reverendo padre Poignardini, y el reverendísimo Aconiti , jóvenes profesores de una orden que ya no existe. Ella los puso de acuerdo contra mí al concederme sus favores, para al mismo tiempo desatar el peligro de que me excomulgasen (con la Inquisición al acecho) , o me envenenasen. Aún muy gustoso con la arquitectura de San Pedro, partí aceleradamente de aquella peligrosísima ciudad.

Volví, pues a Francia y viajé por ella. En aquellos tiempos era mi país un compendio de superstición, crueldad y bellaquería. Al que se atrevía a hablar mal en serio de los Papegauts y de los Cardenales, se le tostaba sin compasión. Eran los tiempos del reinado de Luis el Justo. Así, lo primero que me preguntaron al llegar fue si me apetecía para el almuerzo un pedazo de carne del mariscal Sangre Tintado que el pueblo había asado y vendía a buen precio

Este Estado era un continuo teatro de guerras civiles. Unas veces por una plaza en el consejo, y otras por dos páginas de controversia. Hacía más de sesenta años que ese fuego ora amortiguado ora ardiendo con violencia, asolaba estas hermosas colinas: Así daban en ser los resultados de los achispados sermones en la Iglesia galicana.

-¡Ay! – dije -, a este pueblo, tan apacible, ¿quién puede haberle sacado de sus casillas? Lo toma todo a guasa y de repente se encrespa y violenta y degüella a todo el que encuentra a medio vestir. Haciendo suya la noche de los cuchillos largos. ¡Venturoso aquel tiempo en el que sólo se dedicaba a la galantería!

Pasé a Inglaterra. Las mismas querellas excitaban allí los mismos furores. Unos santos católicos, con el uso de la pólvora, habían resuelto, por el bien de la Iglesia, hacer saltar por los aires al rey, a la familia real y al Parlamento, y librar así a Inglaterra de tantos herejes. Unos feligreses me enseñaron el lugar en el que la bienaventurada reina María, hija de Enrique VIII, había hecho quemar a más de quinientos de sus vasallos; un sacerdote irlandés me aseguró que había hecho muy bien. Primero porque todos los que murieron en la hoguera eran ingleses, y en segundo lugar porque no tomaban nunca agua bendita ni creían en el agujero de San Patricio. Se sorprendía de que la reina María no fuera todavía canonizada, pero esperaba que este mal tuviese pronta solución en el próximo Cónclave cuando se elevase a Nepote a Papa de Roma.

Me fui a Holanda, buscando más tranquilidad, al ser los holandeses un pueblo más flemático. Nada más llegar a La Haya, vi que pasaban en volandas la cabeza de un anciano venerable: Era la cabeza calva del primer ministro Bernevelt, el hombre de más mérito de la república. Llevado de la compasión, pregunté cuál era su delito, y si había traicionado al Estado.

-Peor que eso – me respondió un predicador hosco de capa negra -; era un hombre que creía que uno se podía salvar por sus buenas obras, tanto como por la fe. Como sabéis si tales opiniones prosperan, se viene abajo la República; se necesita cortar por lo sano y leyes severas para ahuyentar ese peligro.

Un responsable político del país de los tulipanes, corroboró suspirando:

- ¡Ah, señor! , los buenos tiempos no durarán siempre; es sólo casualidad que este pueblo sea ahora mismo tan celoso velador de las esencias; su verdadero carácter le inclina a la abominable condición de la tolerancia, desde la que pueden esperarse las peores consecuencias para el mantenimiento de la virtud. No siempre ejecutará puntillosamente a los que estén en pecado

Y yo, temiendo que la época funesta de la moderación y del ánimo más amigable no tardaran en llegar, dejé inmediatamente un país en el que la severidad no aparecía endulzada con ningún contento, y me embarqué para España.

Llegué pues, a España en donde todo era color y alegría. La corte estaba en Sevilla, en primavera. Con una avenida engalanada bordeada de naranjos y limoneros. Los galeones habían llegado y se respiraba abundancia y ocurrencia festiva. Mucha chispa. En el extremo del recorrido se divisaban unas gradas adornadas con preciosos tejidos, que culminaban en un soberbio dosel en el que estaban instalados el rey, la reina, los infantes y las infantas. Enfrente del trono reservado a la augusta familia había otro aún más elevado, y con más pedrería y atavío. Dije a uno de mis compañeros de viaje:

- A menos que ese trono esté reservado para Dios, no veo para quien vaya a ser …

Estas indiscretas palabras las oyó un ceñudo español, que luego me las hizo pagar muy caras. Allí, entonces cuando entre el entusiasmo creí iba a asistir a una corrida de toros, o a una justa entre caballeros por sus damas, el Inquisidor General apareció en el trono y con gran solemnidad bendijo al monarca y al pueblo.

Luego desfiló un ejército de frailes de todas las razas en grupos de a dos. Los había blancos, negros, calzados, descalzos, con barba, sin barba, con capuchones puntiagudos y sin capucha; detrás marchaba el verdugo, y detrás de éste y seguidos de alguaciles y duques pasaban alrededor de cuarenta personas embutidas en capuchas y sobre las que se habían pintado feos diablos y horrorosas llamas. Estos eran o judíos aberrantes que no habían querido renunciar a Moisés, o cristianos que no habían adorado lo suficiente a nuestra señora de Atocha, o feligreses que se habían negado con terquedad a dar su dinero a los codiciosos frailes. Finalmente con ellos se hizo la pira, se les puso leña, se encendió la hoguera, se entonaron muy devotamente las más bellas canciones, y se quemó a los culpables. A fuego lento. El espectáculo fue muy del gusto de la familia real y del pueblo.

Aquella misma noche, cuando me iba a meter en la cama, entraron en mi aposento dos familiares de la Santa Hermandad; me abrazaron tiernamente y me llevaron, sin decirme una sola palabra, a un calabozo muy frío, amueblado con un saco y un crucifijo. Y allí me dejaron aislado durante seis semanas, a pan y agua para que recapacitase en mis pecados. Al cabo de ese tiempo un propio me llevó ante el Gran Inquisidor General, que tras abrazarme me dijo que sentía sinceramente tenerme tan mal alojado, pero que la habitaciones de la Casa estaban ocupadas. Luego me preguntó cordialmente si ya sabía por qué estaba allí. Repuse al reverendo que seguramente por mis pecados.

- Y bien, hijo mío, ¿por qué pecados? Habladme con confianza.

Yo, por más vueltas que le daba no conseguía atinar, hasta que él, caritativamente, me dio una luz.

Habían sido mis indiscretas palabras anteriores al desfile; fui condenado a la disciplina de cien latigazos y a treinta mil reales de multa. Tras cuyo cumplimiento me llevaron nuevamente a dar las gracias al Inquisidor General. Era un hombre educado y me preguntó qué me había parecido el ejercicio. Le dije que era estupendo y muy aleccionador, y me dí prisa en encontrar a mis compañeros de viaje a fin de abandonar apresuradamente un país tan hermoso como cruel. Ya mis amigos en ese tiempo habían tenido ocasión de enterarse de todas las proezas que los españoles habían hecho por la religión, especialmente en América, en donde un célebre Obispo había estrangulado, o quemado, o ahogado a diez millones de infieles para convertirlos. Según hizo constar en sus memorias. En realidad yo creía que ese Obispo exageraba, en el relato. Pero aun cuando el número de sus víctimas se redujera a sólo cinco millones, son muchas víctimas.

El deseo de viajar en mí era permanente. Y me acuciaba a ir de un sitio para otro. Con todo había resuelto poner en Turquía fin a mi peregrinación por Europa. Hacia Turquía nos encaminamos, pues. Eso sí, en la firme proposición de no decir nunca más mi parecer acerca de las fiestas que viere.

- Esos turcos – les dije a mis compañeros – son unos paganos que no han sido bautizados, y por consiguiente serán más crueles que los reverendos padres inquisidores; guardemos silencio mientras estemos entre musulmanes.

Al fin y al cabo yo iba a su país. Pues lo primero que me sorprendió fue ver en Turquía muchas más iglesias cristianas que las que había en Candia; vi allí crecidas congregaciones de frailes a los que dejaban rezar a la Virgen María libremente y maldecir a Mahoma, unos en griego, otros en latín e incluso otros en arameo

-¡Que buena gente son los turcos! –exclamé - . Los cristianos griegos y los cristianos latinos en Constantinopla eran enemigos acérrimos; esos esclavos se perseguían unos a otros como perros que se muerden en la calle, y a los que sus dueños separan a palos. En gran Visir protegía en aquel momento a los griegos. El patriarca griego me acusó de haber cenado con el patriarca latino, y fui condenado por el imán a cien palos en la planta de los pies, que canjeé por quinientos cequíes. Al otro día el Gran Visir fue ahorcado, y al siguiente, su sucesor que apoyaba a los latinos, y que no fue ahorcado hasta un mes más tarde, me condenó a la misma multa por haber cenado con el patriarca griego. Me ví en la triste necesidad de no frecuentar más ni la iglesia griega ni la latina

Para consolarme arrendé una hermosa circasiana, que era la persona más cariñosa a solas con un hombre en la cama, y la más devota en la mezquita. Una noche entre los dulces transportes del amor, exclamó abrazándome:

- Alla, Illa, Alla - que son las palabras sacramentales de los turcos

Yo creí que eran las del amor, y dije también, con mucho cariño:

- Alla, Illa, Alla .

- - ¡Ah! – dijo ella - . ¡El Dios misericordioso sea alabado! Ya sois turco.

Respondí que daba gracias al señor por haberme dado fuerzas para serlo, y me creí muy feliz. Por la mañana el Imán vino a circuncidarme, y como yo opusiera alguna dificultad, el cadí del barrio, hombre leal, me propuso que me dejase empalar.

Salvé mi prepucio y mi trasero con mil cequíes, y me escapé corriendo a Persia, resuelto a no oír ni misa griega ni latina en Turquía, y a no decir jamás Alla, Illa, Alla, en las citas amorosas.

En mi viaje a Persia nada más llegar a Ispahán me preguntaron si era partidario del Carnero Negro o del Carnero Blanco; repuse que con tal que fuera tierno me daba lo mismo uno que otro. Las facciones de los distintos carneros mantenían entre sí disputas encarnizadas. Creyeron que me burlaba de las dos opciones, por lo que me encontré con un peliagudo compromiso a las puertas de la ciudad, al que di solución dejando una buena cantidad de cequíes con la que aplacar a los partidarios de ambos carneros

En la continuación de mi itinerario, llegué a China. En donde me procuré un intérprete. El intérprete me aseguró que aquél era el país en el que la vida era libre y alegre: los tártaros se habían convertido en sus dueños, después de pasarlo todo a sangre y fuego, y los reverendos padres jesuitas por un lado, y los reverendos padres dominicos, por otro sostenían que cada congregación ganaba multitud de almas para el cielo, sin que hubiese ninguna posibilidad de comprobarlo. Jamás se ha visto misioneros tan celosos y exclusivos veladores de su función. Cada una de las congregaciones, negaba a la otra y los logros de la otra. Escribían a Roma tomos enteros de calumnias y difamación, se trataban de infieles y prevaricadores en la disputa de un alma. Había sobre todo una horrorosa discordia entre ellos acerca de la manera de hacer patente la cortesía. Los jesuitas querían que los chinos saludaran a su padre y a su madre a la manera china, y los dominicos querían que el saludo se hiciera al modo romano. Y sucedió que los jesuitas me tomaron por un dominico y me hicieron pasar por un espía del Papa ante la autoridad tártara. El consejo supremo encargó al primer mandarín que me arrestara. Éste ordenó al alguacil que con cuatro de sus esbirros me detuviera y me ataran sin más ceremonias. Fui conducido a prisión y después a su presencia. A la que llegué tras de ciento cuarenta genuflexiones. Quedé pues, ante Su Majestad tártara, que me preguntó si yo era espía del papa y si era cierto que este príncipe se presentaría en persona para destronarle.

Le contesté que el papa era un clérigo de setenta años, que vivía a a cuatro mil leguas de Su Sacra Majestad tártaro –china, que tenía alrededor de dos mil soldados que montaban la guardia con un paraguas, que no destronaba a nadie, y que su Majestad podía dormir tranquilo. Esta fue la aventura menos fatal de mi vida; me enviaron a Macao, en donde embarqué para Europa.

Mi barco tuvo que ser calafateado en las costas de la Golconda, por lo que aproveché la oportunidad para ir a ver la corte del gran Zen: Del que se contaban maravillas en todo el mundo y estaba a la sazón en Delhi. Tuve la satisfacción de contemplarle cara a cara el día de la pomposa ceremonia en que recibió la ingente dádiva que le enviaba el sheriff de la Meca: era la escoba con que se había barrido la casa santa, la caaba, la beth Alla. Esa escoba es el símbolo que barre todas las suciedades del alma El Gran Zen no parecía que tuviese necesidad de ella; era el hombre más piadoso de todo el Indostán. Aun siendo cierto de que había degollado a uno de sus hermanos y envenenado a su padre, y veinte rajaes y otros tantos omanes habían muerto en los suplicios, pero eso no era nada –una simple insignificancia -, y no se hablaba más que de su devoción, que únicamente se comparaba con la sacra majestad del serenísimo emperador de Marruecos, Muley-Ismael , que sólo cortaba unas cuantas cabezas todos los viernes después de la oración.

Yo no dije palabra; los viajes me habían escarmentado, y sabía que no me correspondía fallar entre aquellos dos augustos soberanos. En cambio, un joven francés con quien me alojaba faltó al respeto al emperador de las Indias y al de Marruecos: con mucha imprudencia dijo que en Europa había soberanos muy piadosos que gobernaban con acierto sus Estados, y que frecuentaban también las iglesias, sin que por eso quitasen la vida a sus padres, ni a sus hermanos, y sin cortar la cabeza a sus vasallos. Nuestro intérprete transmitió en indio la expresión impía del joven. Aleccionado por el pasado mande ensillar rápidamente mis camellos, y el joven y yo partimos. Después supe que aquella misma noche los oficiales del gran Aureng- Zeb fueron a prendernos pero sólo encontraron al intérprete. Éste fue ejecutado en la misma plaza pública, y todos los cortesanos confesaron sin rubor que su muerte era justa.

Me faltaba ver África para disfrutar de todas las delicias de nuestros continentes, y, en efecto, la visité. En el viaje de regreso, unos corsarios negros nos apresaron la embarcación. Nuestro patrón les formuló las mayores súplicas; les recriminó que violasen así las leyes de las naciones. El capitán negro le replicó:

- Tenéis la nariz larga, y nosotros la tenemos chata; vuestros cabellos son lisos, y los nuestros son rizados; tenéis la piel de color ceniciento, y nosotros de color de ébano; por consiguiente en virtud de las sagradas leyes de la naturaleza, debemos ser siempre enemigos. En las ferias de la Costa de Guinea, nos compráis como si fuéramos bestias de carga para hacernos trabajar en no sé que faenas tan penosas como ridículas; a golpes de verga nos hacéis horadar los montes para sacar una especie de tierra amarilla que por si misma no es buena para nada, y que no vale, ni con mucho, un cebollino de Egipto; así cuando nosotros os encontramos, y somos los más fuertes, os hacemos trabajar nuestros campos, o bien os cortamos la nariz y las orejas

No había nada que objetar a un razonamiento tan discreto. Fui a labrar el campo de una negra vieja para conservar las orejas y la nariz. Me rescataron al cabo de un año… Había pues, visto todo lo hermoso, bueno y admirable que hay sobre la tierra, y resolví no poner los ojos ya más que en mis utensilios domésticos: me casé en mi país, fui cornudo y me percaté que era un estado satisfactorio. Que no hay porqué llevarlo mal.